
Cuando veo a tantos jóvenes caminando con sus guantes y bates de béisbol hacia el Centro Olímpico Juan Pablo Duarte, me invade una mezcla de admiración y preocupación. Muchos lo hacen en horarios en que deberían estar en la escuela. Van esperanzados tras un sueño: firmar con un equipo de Grandes Ligas y cambiar su destino y el de sus familias. En hogares marcados por la precariedad, ese sueño se convierte en una vía de escape frente a la miseria. Pero también puede convertirse en una trampa.
Detrás de esa esperanza hay una profunda responsabilidad social que el Estado ha desatendido. No basta con apoyar a los que logran ser firmados; hay que cuidar a los que quedan fuera. Porque por cada joven que alcanza una firma millonaria, hay decenas que lo abandonan todo —estudios, niñez, salud— y luego descubren que el sistema no perdona y quedan a merced de su suerte.
Y aun en los casos de éxito, el dinero rápido suele convertirse en espuma. Sin formación, sin acompañamiento, muchos malgastan en pocos años lo que debió cambiarles la vida. El problema no es solo económico; es también moral y educativo.
Aquí cobra sentido el refrán deformado, pero certero en su fondo: la necesidad tiene cara de hereje. La expresión original en latín —necessitas caret lege, “la necesidad carece de ley”— revela su profundidad. En la miseria, la norma se diluye; la urgencia anula el discernimiento. La pobreza lleva a muchos jóvenes a romper reglas, a ignorar advertencias, a entregarse ciegamente a una industria que, si bien puede ser redentora, también sabe ser despiadada.
Por eso urge una cultura de protección integral: que fomente el deporte, sí, pero sin sacrificar la educación. Se trata de canalizar la ambición sin glorificar la ilusión. Recordar, que el éxito no puede reducirse a una suma en dólares ni a una firma en un contrato. Soñar es legítimo, pero más aún lo es preparar el camino que lo haga posible. Porque al final, el verdadero juego se libra en la vida. Por eso urge una política deportiva que no excluya la educación. Porque el verdadero juego no se juega solo en el terreno, sino en la vida. Y la vida no se improvisa.




